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miércoles, 31 de mayo de 2017

Relato breve: Mamá, tenemos que irnos



Mamá, tenemos que irnos

¡PUM!

Ese fue el sonido, brusco y potente, que me despertó aquella noche. Me incorporé inmediatamente sobre mi cama y miré en derredor guiándome por las luces y sombras que la luz de la luna, que se filtraba por mi ventana, proyectaba. No encontré el origen del ruido y, en toda la vivienda, parecía reinar un silencio sepulcral. 

Me engañé a mí misma haciéndome creer que solo había sido una pesadilla. A fin de cuentas, ya eran dos los años que llevaba sufriendo horribles pesadillas noche tras noche. 

Estaba dispuesta a acostarme en la cama, de nuevo, para intentar conciliar el sueño, cuando el pomo de la puerta de mi habitación emitió un débil chasquido, casi insignificante pero audible. Mis ojos se posaron sobre él y mi respiración se paralizó completamente. El pomo estaba girando lentamente. 

No sabía qué hacer, no podía moverme, el miedo había paralizado todos y cada uno de mis músculos y mi propio raciocinio. El pomo acabó por girar completamente y, quien quiera que estuviera al otro lado de la puerta, comenzó a empujarla dispuesto a entrar en el interior de mi dormitorio. Quise gritar pero el miedo también había enmudecido mi garganta. 

La puerta terminó de abrirse y, entre luces y sombras, pude distinguir que alguien se hallaba en el umbral de la puerta. La sombra comenzó a avanzar hacia a mí. Solo se detuvo cuando llegó a los pies de mi cama y, en ese momento, un rayo procedente de la luz de la luna, impactó sobre su rostro. Cuando vi su rostro sentí miedo, pero, a la par, no pude evitar que mis ojos se anegaran en lágrimas.

—Mamá, tenemos que irnos... —dijo mi hijo pequeño. 

No podía ser real. Hacía dos años que un fatal accidente le había arrancado de mi lado para siempre. Observé que su apariencia física aún se correspondía con la de un niño de ocho años, y no de diez, como debería de ser actualmente. En aquel instante, deseaba abrazarle con todas mis fuerzas, pero me sentía paralizada por el miedo que su presencia me generaba.

Me levanté de la cama, con temor e inseguridad, y avancé lentamente hacia mi hijo sin apartar mis ojos de los suyos. Él me siguió con la mirada y, cuando me posicioné frente a él, estiró una de sus pequeñas manitas y agarró mi propia mano. 

—Vámonos, mamá —dijo con su fina vocecita. 

Asentí con mi cabeza sin dudar. Él era mi pequeño y, durante estos últimos dos años, lo único que había deseado, a cada segundo, era volver a su lado sin importarme el cómo. 

Caminamos juntos hacia la puerta de la habitación, pero, antes de alcanzarla, alguien con vestimenta negra, un pasamontañas y una pistola en su mano, avanzó por el pasillo. No pareció percatarse de nuestra presencia pues siguió adelante. 

—¡Escóndete! —le ordené a mi hijo, en un susurro, y liberé su mano. 

Corrí hacia la mesita de noche para coger mi teléfono móvil y llamar a la policía; pero, antes de alcanzar la mesita, mis ojos se posaron sobre la cama y, en ese preciso momento, fui consciente de que mi vida ya no era más que un recuerdo.

Yo yacía sobre ella. Un agujero en mi corazón era el refugio de una bala procedente de la pistola que acababa de ver. La sangre que había manchado mi pecho, mis sábanas y almohada se veía negra en la penumbra. 

Mientras observaba la escena que tenía ante mis ojos, sentí a mi pequeño agarrar, de nuevo, mi mano derecha. Entonces comprendí que había llegado el momento para que juntos abandonáramos este mundo. 


Ángeles Duque-Rey.


© Ángeles Duque-Rey
© 2017, Mamá, tenemos que irnos
© de la imagen: Ángeles Duque-Rey

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